domingo, 19 de agosto de 2012

EN AQUEL BANCO DEL PARQUE



Allí te recuerdo ahora y siempre te recordaré igual. Como pasaba la vida en el banco de aquel parque. Pasaba la vida como fotogramas; la de los ancianos pasando los últimos días de primavera en ese remanso de paz de la plaza, los niños corriendo y con sus juegos, buscando la frescura de la gran arboleda. Siempre te sentabas en el mismo banco. Cuando el campanario de la iglesia daba las seis, arrastrabas los pasos por el adoquinado, cansada por el vértigo de la vida y los días de duro trabajo. Llegabas a tu pequeña isla de madera, respirabas hondo y sacabas un libro. Ibas dejando pasar las horas, ajena al microcosmos que giraba a tu alrededor en la pequeña plaza. Te mimetizabas con el banco verde y la arboleda que lucía lozana en esos meses de primavera.

Yo subía por la Calle de la Cuesta cargado de libros, admirando la personalidad del viejo campanario erguido por siglos, siempre trepando hacia arriba como una enorme aguja que busca alcanzar la luna. Fue un momento breve el que te ví pero bastó para sacarme de golpe de mi mundo. Entonces empecé a oír el resonar de los pasos en la calzada adoquinada, ecos secos del caminante. Gritos de los chiquillos, brotaba la vida de la plaza. Ruidos de un tiempo que se detenía en cada rincón del parque, voces cantarinas de las madres que dan la merienda a sus críos, balones de vivos colores rodando por el adoquinado, animosas callejas con sus terrazas y balcones. Todo vida.

Las Seis, eran siempre las seis, con el brillo del día llegabas de nuevo, siempre igual, faldas más bien largas, blusas blancas amplias que se movían al compás de tu caminar y siempre se dirigían a su banco. Te sentabas con la parsimonia de aquellas personas que no se suben a la carrera de la vida, te apoyabas en el respaldo del banco y los tablones crujían a modo de bienvenida o abrazo. Mientras sacabas el libro, los viejos te observaban manipular tu cartera como si les fuese la vida en ello, como si en cada gesto se dejasen un poquito de vida. Descubrí mucho de ti, demasiado. Sé que te gustaban las novelas clásicas; tus grandes y extraños ojos, a veces marrón claro, otras veces casi verdosos se clavaban en la obra mientras el sol acariciaba tu pelo, siempre corto y suelto, descuidado a veces pero eso era algo más por lo que eras especial. ¿Por qué no acercarme? Y así fue, con la torpeza propia de un novato, con mucha inseguridad conseguí llegar a ti.

Pero eso fueron otros tiempos, tiempos pasados pero siempre presentes en tu corazón hasta llegar a doler. Días alegres que fluían como el torrente de un río en época de aguas, siempre arrastrándose corriente abajo, día tras día, así te parecían siempre los mismos pero no por ello menos intensos, como la corriente. Luego, caías en la cuenta que esos días pasaban siempre idénticos, los mismos gritos, la misma gente. Eso a la larga te hacía pensar, te convencía como un continuo susurro, que la vida no merece la pena si la rutina y el aburrimiento se meten en su alma como el frío del invierno empujándote a un abismo de malestar que te hace olvidar las pequeñas cosas que muchas veces dan sentido a la misma. Por eso reclamaba una mirada tuya, porque al principio me rescataba de ese abismo, porque al principio, en un segundo bastaba una mirada para que todo diera vueltas y se llenara de colores. Pensabas en tu afán de ser rescatado que eras como alguien que había compartido desde siempre mi vida, aunque al principio no me conocieras de nada. Luego llegamos a conocernos demasiado, y las miradas ya no eran balsas de salvamento de la rutina que nos rodea y consume. Luego ya no tenían brillo y al final no había ni miradas. También soñé desde que te vi allí que siempre habíamos estado juntos; incluso que habíamos jugado de niños en ese parque y que incluso nos habíamos sentado alguna noche allí y nos habíamos hecho confidencias que se hacen cualquier amante refugiándose en la tranquilidad de aquel parque y de aquel banco. Pero solo fue un sueño, más largo que un sueño normal aunque, eso no se sabe nunca ya que es difícil distinguir entre la duermevela y el sueño profundo.

Ahora ya no es así. La vida da muchas vueltas y en una de ellas tú cogiste un tren hacia un destino distinto al mío. Yo por mi parte, respiré aliviado en el andén pero para eso el tren tuvo que desaparecer totalmente de mi vista, no fue una despedida inmediata. Ya es otoño, miles de años después o, al menos a mi me lo parecen y todo ha cambiado. Pero sin saber como; será el destino, llegué otra vez allí. Al lugar que nos vio crecer como personas, como parejas hasta hundirnos en la desolación del tiempo que todo lo desgasta. ¿Dónde estaba el esplendor de ese inicio de vida que luego fue común? No la encontraba por ningún lado. Todo se había disuelto como un breve aliento. Volvía a subir la calle de la Cuesta. Todo era nada. Los adoquines ya no resonaban con el ruido de la gente, no la había y si algún paso quería oírse, era mitigado por el colchón de hojas secas que desprendían ese olor ocre a humedad y a tierra húmeda que aún recuerdo de mis tierras Gallegas. El viento meneaba las ramas desnudas de los árboles, tristes y grises como el día, como el suelo. Comenzaba a lloviznar y las gotas eran punzantes y golpeaban el rostro. Me senté en el borde de la fuente mirando nuestro banco, el verde había dado paso al rancio de la madera castigada por el tiempo, como se castiga la vida. Las hojas caídas sobre él dejaban ver restos de sus ronchones de pintura verde. Era la imagen viva de una historia que se agrieta por todos los lados impidiendo que tú la tapones para que continúe. Como los restos de un naufragio. Todo cayó en el saco del olvido. Un tiempo con sus inclemencias que es una imagen de la vida misma que nos ata a este mundo; a veces vida soleada como aquellas tardes de primavera; otras vida gris como un frío día de otoño y por desgracia generalmente ventosa y dura.

Nada, nadie, ni la luz ni los sonidos. Todo seguía igual desierto y frío. Y es que cuando el tiempo pasa por la vida es como una apisonadora y no deja nada o lo estropea tanto que a veces carece de sentido tener fe en que un rayo de esperanza volverá a llenar de alegría ese parque; el parque de mi destino. Vivir hay que vivir. Cada ser llega al mundo con una letra de cambio bajo el brazo y en cualquier momento te la pueden pasar al cobro. Casi siempre la andamos como autómatas hasta que nos llega el retiro en un pedazo de tierra en un momento tardío en el cual apenas te queda tiempo para vivir una nueva vida. Me incorporé, estaba entumecido y mis miembros crujieron al levantarme. Miré de nuevo la torre del campanario, respiré y me incorporé. Fui a cazar un pequeño recuerdo más bien por miedo a perderlo en el arcón de lo más profundo de mi ser que por necesidad de revivirlo, auque lo deseara porque ese recuerdo daba mucho sentido a mi vida.

La vida viene y va, gira como las veletas pero a pesar de todo el destino no está trazado hasta el final. De repente dejé de sentir frío, cesó el viento, incluso a través de las nubes se filtraban los primeros rayos de sol, tenues y débiles apenas algo de luz pero servían. El campanario empezó a sonar, las seis, y del silencio comenzaron a surgir sonidos apenas imperceptibles, luego más audibles, eran pasos sobre el adoquinado alfombrado de hojas, cada vez con más fuerza. Todo volvía a cobrar vida, primero un anciano que me sonríe y sube la Calle de la cuesta; incluso una chica se para en el parque y se sienta en la fuente para abrirle algo a su niño, las terrazas de los bares, ahora cubiertas, mandan sonidos de conversaciones animadas al calor de la estufa . Algo de vida; no, mucha vida para un día gris. De pronto, unos titubeantes pasos comienzan a subir la calle y una falda  amplia , un jersey de cuello alto, una cabellera larga y un paso firme, con un libro en la mano, sin cartera, ligera de equipaje, se acerca al banco lo limpia y se sienta, me miraste y sonreíste, algo nuevo pero inmutable como siempre. Fin de un ciclo, el círculo se cierra y otro se abre allá en ese banco.

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